“Cuando nunca tuviste un lugar seguro, hablar de salir de la zona de confort es casi un insulto."

Siempre escucho esa frase en cursos y conferencias: “sal de tu zona de confort, atrévete a crecer”.

Y pienso: ¿de qué confort estamos hablando? Mi vida ha sido mudanzas, habitaciones compartidas, sofás prestados y la incertidumbre de no saber dónde estaría mañana. Para mí, lo verdaderamente transformador sería lo contrario: poder quedarme en un lugar estable, con la tranquilidad de llamarlo hogar.

Salir de la zona de confort es un privilegio reservado a quienes ya cuentan con un suelo firme: un techo, un contrato, un pequeño colchón de ahorro. Lo radical, en mi caso, sería tener la oportunidad de entrar en mi primera zona de confort. No hablo de lujos, hablo de lo básico:

• Poder cerrar la puerta con mi propia llave.

• Saber que mis hijos dormirán mañana en la misma cama que hoy.
• No tener que fingir fortaleza cuando lo que siento es cansancio y agotamiento.

Sé que las cooperativas de vivienda pueden abrir caminos. Pero deseo que no se queden solo en discursos de inclusión, sino que se conviertan en espacios reales, donde se nos mire con respeto y se nos reconozca como vecinas y vecinos con dignidad.

A quienes lideran organizaciones sociales, lo que necesitamos no son más llamadas a la resiliencia, sino apoyos concretos que nos permitan vivir con dignidad:

Compasión y realismo: no somos cifras, somos personas que necesitamos alivio.

Escucha profunda: pregunten antes de decidir qué es lo mejor para nosotros.

Distribuir privilegios: usen su formación, contactos y recursos para abrirnos puertas.

Confianza compartida: no buscamos limosna, sino participar y corresponsabilizarnos.

Hogar antes que discurso: no nos hablen de innovación social si aún no tenemos dónde dormir.

Tal vez algún día pueda plantearme salir de mi zona de confort. Pero antes necesito, como tantas otras personas, encontrarla por primera vez.

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